Ayer a estas horas regresaba yo
de mi viaje a Peñarroya-Pueblonuevo, en la provincia de Córdoba. Es el pueblo
en el que se crió mi madre hasta su emigración a los madriles y donde he tenido
y sigo teniendo familia. Peñarroya es la patria de mis veranos y su historia es
parte de mi historia.
En
compañía de los amigos de la asociación “La Maquinilla” he visitado el Cerco
Industrial, donde la Sociedad Minero Metalúrgica de Peñarroya (SMMP) tuvo su
centro de operaciones. La experiencia fue apasionante a la par que desoladora.
La actividad furtiva de chatarreros y gentes de mal vivir ha ido aniquilando
las edificaciones e instalaciones que fueron testigos del auge económico, no
sólo de una zona del norte de Córdoba, sino de España misma como nación.
Sucede
no solamente en Peñarroya-Pueblonuevo, sino en toda España, que los ciudadanos
permanecen al margen ante la degradación de su propio patrimonio. ¿Y qué es el
patrimonio? Según mi viejo diccionario BOX de la lengua española, patrimonio
son los bienes que una persona hereda de sus ascendientes. Tal herencia, en el
caso de Madrid por ejemplo, consistió en una extensa red de tranvías dotada de
un gran número de vehículos de diferentes tipos. Prácticamente todos fueron
exterminados por el soplete y no se conservó ningún mínimo trazado de cara a
una explotación turística. Algo parecido ha ido sucediendo con los trenes
clásicos del Metro de Madrid, no disponiéndose a día de hoy de un museo en el
que poder admirar y disfrutar estos viejos y hermosos ingenios, que en su
momento costaron mucho esfuerzo construir y sirvieron a las necesidades
ciudadanas. Y si nos alejamos del mundo de la revolución industrial, basta con
evocar la cantidad de castillos, atalayas, monasterios y conventos medievales
dejados de la mano de Dios e incluso expoliados sus propios muros para
edificaciones particulares. En España existe una visión simplista que consiste
en que aquello que no da rentabilidad a corto plazo no merece la pena ser
preservado y debe ser reciclado. Lástima que esto no se lleve a cabo, con tanta
efectividad, con basuras y demás desechos químicos y orgánicos que contaminan nuestros
ríos y montes.
Imaginemos
por un momento como sería un Madrid turístico con simplemente dos o tres líneas
de tranvías recorriendo su centro, como en Lisboa, o una Peñarroya-Pueblonuevo orgullosa
de su preservado, limpio y monumental Cerco Industrial, testigo de lo que sus
gentes fueron capaces de hacer con esfuerzo y sacrificio. Mismamente, uno de
mis bisabuelos trabajó en las fundiciones de plomo y murió a una edad
relativamente joven, intoxicado por los gases que allí se emanaban. Justamente
por ello, opino que aquel lugar donde dio su vida debería haber sido conservado
y expuesto como ejemplo de lo que fue y de qué no se debe de hacer para respetar
la salud de los obreros. Y desde luego, puestos a desmantelar algo, hacerlo en
condiciones. Lo que los anteriores dueños del Cerco Industrial han hecho no
tiene nombre. Se puede considerar lícito el desmontaje de una instalación en
búsqueda de rentabilidad, pero a cambio es éticamente obligatorio limpiar la
zona por completo, eliminando fosas y agujeros peligrosos y saneando las tierras
contaminadas. Alguna responsabilidad habrá tenido también la Administración, en
haberlo permitido.
Día
a día somos testigos de cómo particulares, armados con martillos, sierras y
sopletes visitan el Cerco para irse llevando segmentos de estructuras,
ladrillos y demás materiales, destrozando naves y edificios. Algunos son de
fuera y otros de dentro. Recuerdo la bravura y gallardía con que muchas veces
se me ha tratado, en la patria de mis veranos, por el simple hecho de ser yo
madrileño, como si por ello acarrease alguna culpa. Ánimo a mantener ese
espíritu de territorialidad ante las violaciones infligidas con algo que es el
mayor tesoro que ha tenido esta localidad, sin el cual nunca hubiera existido Pueblonuevo del
Terrible y Peñarroya seguiría siendo una modesta y humilde aldea de pastores.
Yo,
al fin y al cabo, vivo en Madrid. Aquí hago mi vida y ahora, en la oscuridad de
mi cuarto y ante la luminosidad de mi escritorio, estoy a muchos kilómetros de
mis recuerdos en la casa de mis abuelos y los campos del Alto Guadiato. De niño
supe lo que era estar enfermo y ser trasladado en ambulancia por una carretera
de mala muerte hasta el hospital de Pozoblanco, en un viaje interminable. O
disponer tan sólo de dos horas de agua (y encima no potable) durante la sequía
de principios de la década de los noventa del siglo pasado. Ah, y hablando de
aquello, tener que hacer cola en la fuente de la Poza por la noche para llenar
garrafas inmensas con un chorrillo insignificante pero muy valioso.
Ahora afrontamos tiempos de descalabro económico. Pero no es momento de sucumbir ante el pesimismo y dejarnos hundir en el barro. Hay que luchar por conseguir ser más productivos y saber gestionar mejor nuestros recursos. El Cerco aún puede dar más de sí. Una población que lucha por salir adelante necesita espacios donde desarrollar un ocio sano y sobre todo, no perder su identidad. El Cerco es la identidad misma de Peñarroya-Pueblonuevo. Incluso de parte de quienes hemos nacido y vivido en otros lugares de España y descendemos de aquellos que se dejaron piel y pulmones en las Industrias y las Minas. El Cerco es el testigo de la historia y por tanto la memoria. Y quien no tiene memoria, no tiene futuro.
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